*La farsa judicial
México cruzó una línea peligrosa. En nombre de la “democratización del Poder Judicial”, los mexicanos llevaron a cabo una elección para designar a jueces, magistrados y ministros, como si el conocimiento legal, la experiencia judicial o la independencia institucional fueran cosas prescindibles.
Se nos vendió este ejercicio como un paso hacia una justicia más cercana al pueblo. Pero lo que en realidad vimos fue una operación quirúrgica de captura institucional, diseñada desde el corazón del poder político, con una dosis letal de ignorancia, simulación y autoritarismo.
El partido gobernante, Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), se jacta de haberle “devuelto el poder al pueblo”, pero lo que hizo fue usar al pueblo como coartada para imponer a perfiles mediocres, sin trayectoria, sin preparación jurídica y con vínculos evidentes con el oficialismo.
Esta no es democracia: es clientelismo disfrazado de participación popular. Cuando los ciudadanos votan a ciegas, sin saber quiénes son los candidatos ni qué capacidades tienen, eso no es ejercer derechos: es firmar un cheque en blanco al poder.
Varios de los llamados líderes de opinión e intelectuales que hoy se disfrazan de oposición no son más que miserables oportunistas. No los mueve el interés por el país, sino la desesperación por haber perdido los privilegios y prebendas que gozaban con gobiernos pasados.
Ahora, al verse despojados de sus cuotas y canonjías, se aferran al cinismo de criticar al régimen actual, lucrando con la crisis y alimentando la polarización desde su cómoda trinchera. Son farsantes que no buscan justicia ni cambio, sino simplemente recuperar el festín del poder y la influencia que les fue arrebatada.
Y aquí entra la “cargada” —esa vieja práctica priista que tanto criticó el hoy oficialismo— reciclada con entusiasmo por MORENA. Un aparato de propaganda operando en bloque, medios públicos funcionando como oficinas de comunicación partidista, y una estructura territorial movilizando votos no por méritos judiciales, sino por obediencia política. Las boletas parece que no presentaban juristas: presentaban soldados de la 4T.
¿Y qué tipo de perfiles lograron escalar gracias a esta distorsión institucional? Dos de sus ejemplos más escandalosos: Yasmín Esquivel y Lenia Batres.
Yasmín Esquivel, ministra de la Suprema Corte impuesta por Andrés Manuel López Obrador (AMLO), arrastra un escándalo monumental de plagio en su tesis de licenciatura. No se trata de una acusación menor ni de una irregularidad administrativa, sino de una violación a los principios de honestidad intelectual y ética profesional.
Y a pesar de las pruebas irrefutables, ahí sigue, aferrada al cargo, con el respaldo cómplice del régimen y la pasividad bochornosa de muchas instituciones. Si México fuese un país con un mínimo de decoro institucional, Esquivel habría renunciado —o mejor aún, ni siquiera habría llegado a la Corte.
Luego está, también impuesta por AMLO, Lenia Batres, hermana de Martí Batres, actual director general del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE) y figura clave del obradorismo desde hace años.
Lejos de llegar a la Suprema Corte por méritos propios, su ascenso fue el resultado directo de la lealtad familiar y política, no de la capacidad jurídica. Desde su llegada fue exhibida por sus pares, no por sus posturas ideológicas —que cualquiera puede tener en un tribunal plural— sino por su desconocimiento del derecho.
Sus intervenciones rayan en lo absurdo, su comprensión de la Constitución es deficiente, y su postura parece más un eco ideológico del régimen que una interpretación seria de la ley. Batres es la encarnación del desmantelamiento institucional: una ministra sin preparación, colocada en el cargo más alto por fidelidad, no por capacidad.
¿Y qué hay de infinidad de los candidatos que aparecieron en las boletas de esta elección? Muchos de ellos enfrentaron una competencia imposible: sin recursos, sin exposición mediática, sin el respaldo de estructuras políticas, compitieron en clara desventaja frente a los peones del oficialismo. La elección fue diseñada para que ganaran los afines al régimen, no los mejores perfiles. La simulación fue total: un teatro para legitimar lo que ya estaba decidido desde Palacio Nacional.
La oposición alzó la voz, pero sin autoridad moral. Muchos de los que hoy denuncian el “asalto al Poder Judicial” fueron cómplices, cuando eran gobierno, de prácticas similares: imponían ministros, negociaban cuotas, y utilizaban al Poder Judicial como moneda de cambio legislativa. La diferencia es que lo hacían con mejores formas, con un mínimo de pudor. Hoy ni siquiera queda eso.
Y si vamos más atrás, encontramos a algunos expresidentes, opinando desde la comodidad del retiro, tratando de darnos lecciones de democracia. ¿Con qué cara? Fueron ellos quienes pavimentaron el camino del hartazgo. Gracias a su corrupción, su desdén por la justicia social y su entrega al poder económico, el país cayó en brazos de un proyecto autoritario vestido de pueblo. Es su legado de impunidad lo que nos trajo hasta donde hoy estamos.
No es descabellado pensar que, más temprano que tarde, muchos de los que hoy celebran esta “elección histórica” y que gustosos fueron a emitir su voto, se arrepentirán cuando los jueces, ministros y magistrados electos no respondan al interés público, ni al imperio de la ley, sino a quien los puso ahí.
Y cuando uno de ellos —sin preparación, sin criterio jurídico, sin noción de imparcialidad— tenga en sus manos el asunto legal de uno de esos mismos celebrantes, será entonces cuando la trampa se cierre.
Descubrirán, quizá demasiado tarde, que entregaron el Poder Judicial a personas incapaces de razonar jurídicamente, y que sus decisiones no se basarán en la Constitución, sino en la consigna. Que sus fallos no serán producto de un análisis legal serio, sino del peso abrumador de su ignorancia, de su necesidad de complacer al poder, o del dinero del mejor postor. Esa será la factura que cobrará esta pantomima disfrazada de justicia popular.
Lo más alarmante no es la elección en sí, sino lo que revela: un país gobernado por la ignorancia, sostenido por el fanatismo y manipulado por élites que se alimentan del desencanto social. Los fanáticos, de un bando y del otro, siguen defendiendo a sus líderes como si fueran ídolos religiosos. No importa cuántas pruebas se les presenten, cuántas mentiras se expongan, cuántos fracasos se documenten. La lealtad ciega es la nueva forma de participación.
Y los ciudadanos que aún conservan algo de sensatez viven rodeados de cortinas de humo. Entre la polarización artificial, la desinformación masiva y el empobrecimiento de la educación, el votante promedio no tiene las herramientas para distinguir entre justicia y manipulación. La democracia mexicana está secuestrada por intereses, y su disfraz más reciente —las elecciones judiciales— no es más que la última estafa.
Lo que debería haber sido un proceso riguroso, transparente y meritocrático se convirtió en un reality show jurídico. ¿El premio? Controlar al único poder que podría haberle puesto freno al autoritarismo presidencial.
Pero no se engañe: esta obra no ha terminado. Apenas estamos viendo los primeros efectos del desmantelamiento institucional. Y si no hay un despertar ciudadano real, si la sociedad no recupera el valor de la legalidad y el conocimiento, lo que hoy parece una aberración, mañana será la norma.
La democracia mexicana, tal como la conocimos, ya no existe. Lo que queda es un cascarón vacío, manejado por ignorantes con poder, mientras el país camina, sonriente y resignado, hacia el abismo.
¡Hasta la próxima!