*Soberanía en juego
La soberanía, principio fundamental de cualquier nación que se respete, parece más pieza de museo que un valor político vigente en México. En medio de presiones externas disfrazadas de cooperación, un clima social polarizado y élites que usan el poder para perpetuarse a toda costa cabe preguntarme: ¿quién gobierna realmente este país? ¿Son nuestras instituciones las que dictan el rumbo, o respondemos ya, casi sin disimulo, a las agendas extranjeras y a la manipulación de intereses internos disfrazados de democracia?
La relación entre México y Estados Unidos nunca ha sido equilibrada. Históricamente está marcada por la asimetría, el paternalismo y, en los momentos más críticos, la abierta intervención. Lo que estamos viviendo es una versión más sofisticada —pero no menos agresiva— de esa dinámica.
Ya no se trata de tropas cruzando la frontera o embajadores dictando órdenes desde Polanco; ahora se gobierna con medidas unilaterales, operaciones “bilaterales” que nadie en México consulta, y chantajes económicos disfrazados de normas sanitarias o de cooperación antinarco.
A pesar del endurecimiento del discurso estadounidense desde el regreso de Trump al poder, la presidenta Claudia Sheinbaum insiste públicamente en que “México no es colonia ni protectorado de nadie”. Con frases como “nos coordinamos, colaboramos, pero no nos subordinamos”, intenta marcar distancia frente a las presiones del vecino del norte.
Sin embargo, estas declaraciones contrastan con los hechos: operativos conjuntos sin transparencia, chantajes económicos disfrazados de cooperación y una diplomacia que, en la práctica, parece más reactiva que soberana. En pocas palabras sólo los despistados le creen.
La decisión del gobierno estadounidense de suspender la importación terrestre de ganado mexicano por un brote del gusano barrenador no es solo un asunto técnico, sino un mensaje político. Estados Unidos demuestra que puede cerrar válvulas económicas clave para México con la mano en la cintura.
Las consecuencias para los ganaderos mexicanos son devastadoras. Pero más grave aún es la sumisión con la que se aceptó esta medida: sin resistencia diplomática, sin reclamo público, sin un mínimo intento de negociación de iguales, solo con declaraciones como “nos coordinamos, colaboramos, pero no nos subordinamos”. ¿Cuándo perdimos la capacidad —o la voluntad— de exigir respeto?
No se trata de minimizar el problema sanitario, sino de cuestionar el desequilibrio de poder. ¿Habría actuado México con la misma contundencia si la situación fuera al revés, si un brote en Texas amenazara la seguridad alimentaria de nuestro país?
En materia de seguridad, la situación es aún más preocupante. El operativo en Sinaloa que incluyó la participación directa de agencias estadounidenses para decomisar precursores químicos, presentado como un “logro conjunto”, es en realidad una señal de alerta roja.
La cooperación en temas de seguridad entre ambos países tiene décadas, pero ahora es una intromisión disfrazada de ayuda técnica. La estrategia estadounidense de combate al narcotráfico, fracasada en su propio territorio, se exporta a México con resultados desastrosos: militarización, violaciones de derechos humanos, colusión institucional y, lo más grave, una pérdida progresiva de soberanía.
En los hechos, no en Las Mañaneras, México no decide plenamente sobre su política de seguridad. Las prioridades las fija Washington. ¿Por qué? Porque hemos permitido que la narrativa del “narcoestado” justifique cualquier intromisión.
Porque seguimos creyendo que es mejor tolerar la injerencia que asumir el costo político de enfrentarla. Porque muchos en la élite política mexicana prefieren ser operadores de intereses extranjeros antes que defensores de los nacionales.
La frontera norte es zona de doble rasero. Estados Unidos exige control, contención y mano dura contra migrantes que, como Pedro por su casa, cruzan por México, pero no hace autocrítica sobre su propia demanda de drogas, su industria armamentista que inunda de armas nuestro territorio, o su negligencia histórica en atender las causas estructurales de la violencia.
La cooperación bilateral es indispensable, sí. Pero no con condiciones de subordinación. No bajo amenazas. No con el lenguaje de la fuerza económica o la imposición cultural. México tiene derecho a establecer sus propias prioridades, a defender sus sectores productivos, a diseñar una política de seguridad que responda a su realidad, no a los índices de consumo de fentanilo en Ohio.
La soberanía no es una consigna nacionalista vacía. Es una necesidad para cualquier país que aspire a un desarrollo digno. Y si México no recupera la capacidad de negociar desde una posición de firmeza y dignidad con su vecino del norte, seguirá siendo, por mucho que lo neguemos, un país intervenido, manipulado y reducido a una pieza más del rompecabezas geopolítico estadounidense.
¡Hasta la próxima!